domingo, 1 de noviembre de 2015

UN MUNDO DE ALEGRIA

Quisiera hablar en nombre de la alegrìa. En Todos los Santos, cuando se celebra la dicha de estar vivos.

Asistir a una puesta de sol, escuchar el canto de una ave, pasar los dedos sobre la piel del día, sentir la dulzura de una gota de miel o aspirar la fragancia de una flor. Quién no siente alegría ante lo que existe es digno de lástima. Pero, nos pasa. El tiempo maltrata los sentidos y nos marchita. Perdemos la noción de que existe y cuando lo advertimos ya cometió más de una travesura o la convirtió en excesivo abuso.

Estoy pensando en que el tiempo nos atosiga pero no debemos dejar que nos quite la alegría de vivir.  No sé de dónde viene la costumbre de hacer guaguas de pan. No es oriunda de aquí y hay algo de canibalismo en ella. Se confecciona la guagua, se pone al horno hasta que dore, se le ”bautiza” y finalmente se la parte en pedazos y se comen sus restos  alegremente.

En este día se han preparado miles de piezas de pan en los pueblos del Perú. La mayoría son de harina integral, de nuestro color, matiz andino. Habrá hasta tortas como guaguas, deliciosas, con pasas, anís, chocolatines y caritas sonrosadas con encajes de pasta o manjar blanco. Serán las de menos porque sólo se les ocurre hacerlas a las habilidosas abuelas.
En muchas partes se baila con las guaguas a la espalda como si estuvieran vivas, en otras se les lleva en brazos. La fiesta comienza y termina ruidosamente, con alegría. Viva la capacidad de sonreír. Se puede hacerle frente al tiempo con una sonrisa. Hay que sonreír y se animarán las pupilas y habrá un sol en el rostro. Reciban mis votos por la alegría de estar vivos.


¡LOS PICAROS PICARONES!
                                                 
“¡Aquí están los pícaros calientitos!/ Me llaman picaronera/ porque vendo picarones/ y no me llaman ratera aunque robo corazones. ¡Redondos y tostaditos/ en su miel bien bañaditos,/ van provocando los pillos a vejetes y chiquillos!”  

Coquetería reposteril, en pirámide, con un ojo risueño al centro, enamorador, rociado con miel de chancaca donde entran hojas de higo para darle sabor y aroma, el picarón nos traslada a épocas inolvidables, cuando las picaroneras lo preparaban en las esquinas de las calles limeñas. A veces precedidos por el anticucho solazándose en su salsa para hacer el contraste. Otros tiempos, otras costumbres, otro regalo para el paladar que llega hasta ahora.
Entre el buñuelo y el picarón hay un cierto parentesco que se remonta más allá de la choznería; porque si bien el buñuelo hispano entró primero en Lima a la sartén en una mezcla casi angelical, liviana, aristocrática y donosa de huevo, harina, leche y polvo de hornear; el picarón, partiendo del mismo tronco genealógico de ingredientes principales asumió distintas características para alegría de los comensales.
Un tono áureo que aumentaba en kilates con el zapallo príncipe y el camote con señorío de la tierra y dulzuras antioxidantes. Su sabor solía ser mas insinuante, aunque no tuviera campanillas de nobleza importadas y por lo mismo fuera más popular. ¿Quién puede atreverse a  compararlos?.El buñuelo tenía la gracia de ser considerado  en los villancicos navideños como preferido del infante divino: “Niño Manuelito, ¿qué quereís comer?,” dizque le preguntaban los cantores y éste respondía: “Buñuelitos fritos envueltos en miel.”

“El buñuelo se prepara también en otras partes del Perú como en Arequipa, donde antaño se vendía con miel de caña a los bañistas en la puerta de los pozos o piscinas de Tingo”, según menciona Manuel J. Bustamante de la Fuente, sin que le cediera campo el picarón, inflado como un salvavidas, que sale con su abertura al centro y redondo cual una rueda, como si las manos de la picaronera tuvieran un molde. Cada uno con su propia personalidad aunque ambos se envuelven en la misma miel; pero sin desconocer que si el primero no hubiera existido, el picarón tal vez no se hubiera inventado; y este es el lazo de inspiración que los une aunque lo demás los separe.
Es de presumir que no fue la limeña de salón de talle de avispa, que arrastraba miradas de los flecos de su manto, sabiendo que la miraban, boca de risa, hoyuelos en las mejillas, de manos mórbidas y con pies de reina, chiquitos y muy monos”, como describe Pablo Patrón, la creadora del alabado dulce.
“La preocupación de la limeña que era un ángel, sea que luciera en los salones el agradable metal de su voz, que se le viera hacer con primor toda clase de labores femeninas, que se la contemplara recogida en oración en el templo, ejercitando las obras de misericordia en los hospitales o alegre y engalanada con los arreos propios de su sexo en los paseos y en los teatros, que era muy dispuesta para la música y el baile, no fue muy aficionada a preparar ni siquiera dulces” según observa Max Radiguet.
Fue la morena que la engreía haciendo malabares en la cocina, ya familiarizada con las especies alimenticias nativas la que definitivamente introdujo en la mesa europea el camote prehispánico, oriundo de los tibios valles de la chala, la yunga y la qechwa, llamado allí kumara, acompañado por el zapallo. Cucurbitáceas cuya presencia en la culinaria nativa tiene milenios.
La distancia depende del momento en que aparece el picarón con entusiasmo en el panorama de la repostería nacional. Las crónicas que hemos investigado lo sitúan en el siglo diecinueve y quizá antes compartiendo tres épocas, el virreinato en vías de fenecer y viviendo rabiosamente sus últimos años porque  entendían que se iban, la independencia y luego la república con herencia de dos mundos.
Que las morenas, inspiradas en el arte de la culinaria y la repostería, lo inventaran antes de su liberación o después no tiene importancia. Pero en el humanísimo decreto de don Ramón Castilla, dado en Huancayo, les permitió desarrollar su talento a otro nivel, porque ellas fueron las  picaroneras más profesionales que tuvo Lima.
Ellas incorporaron al yantar citadino de la aldea grande, como la llama Sebastián Salazar Bondy, los apetitosos anticuchos,  chunchulíes, mollejitas, pancitas y mondongos, servidos con choclos, yucas, papas o camotes, y los picarones como un postre al vuelo. Para ponerlos a punto se modeló el brasero de carbón con abanico de totora y el perol de manteca humeante llevando ya la miel hervida con clavos de olor, hojas de higo, cáscara seca de naranja y tapas de chanchaca cajamarquina o piurana.

Javier Luna Elías aprendió el pregón de la picaronera de la tradicionista Rosa Mercedes Ayarza de Morales, que lo recogió de la calle para darle abrigo. Ella encargó al “Grupo Jueves” ponerlo en circulación en sus reuniones culturales y así lo conservó en su memoria el  arquitecto Luna Elías que lo concluye con una acotación ingeniosa también de las sabihondas, que tenían el placer de ofrecerlo en la fiesta y la procesión de la Virgen del Carmen en los Barrios Altos. . “...y si lo dejas un día/ y el picarón se enfría,/ un hervorcito le das/ y volverá su frescura.” Un secreto que pondremos en práctica, pues, a veces, se nos quedan algunos, se achatan y su encanto no regresa al vapor. Tiene que estar borrachito, remojado en su  propia ambrosía, para volver a renacer.
No podemos afirmar con seguridad que la famosa hojarasca que se  come con gusto en la fiesta de la Virgen de Cocharcas, sobre todo en Orcotuna, Junín, sea una hermana andina del buñuelo. ¡Se le parece mucho!. Pero, por qué dudar en el posible parentesco. Después de todo las fiestas religiosas fueron traídas de España y algo más tuvieron que aportar además de los rezos, las misas y los maitines en el interior, para alegría de los niños.

Alfonsina Barrionuevo                             

No hay comentarios.:

Publicar un comentario