domingo, 6 de septiembre de 2015

CAMINOS DEL PERU

El jueves 10, cuando se abran las puertas de las salas de exposición de Riva Agüero, el Perú estará esperándoles. Cuanto hay está dedicado a sus mil y una facetas en piezas de colores. Los artistas populares estarán contando anécdotas de su vida. Hilario Mendívil en los santitos del Corpus que hacía para los niños. Georgina luciendo su manta de Castilla. Antonio Olave con su Avelina de costurera para sus Niños Dios. Santiago Rojas , recreando a los qhapaqnegro, los qhapaqch’uncho, los cóndores y los Saqras de Paucartambo, cuando se manecía en los Santurantikuy para ocupar u buen sitio en la plaza de la Pachamama Qosqo Wanka. Edilberto Mérida cargando de brío al toro salqa misitu de las bravas corridas andinas. Maximiliana y Enrique Sierra rodeados de sus muñecas documentales. Max Inga de Chulucanas, Piura,  hablando del chilalo, un pajarito pasmoso, maestro de los alfareros norteños. Pedro Abilio Gonzáles comandando con sus nietos a los wiswitos de los Andes Centrales. 

Los ceramistas de Santiago de Pupuja, haciendo retoñar en sus calles iglesitas panzonas colmadas de fe. Jesús Urbano Rojas amasando el níspero con papa y yeso para las antiguas figuritas de sus retablos. Luis Frías tallando el cuarzo de las minas para comprar lápices y cuadernos a los niños de Quiruvilca. Las palomitas de las solteras estarán aleteando por allí con mensajes de amores y así hasta viejitos parranderos con cuellos de resorte.

Nada me pertenece,  ni siquiera alguna parte de mi vida que se fue llenando de historias de los labios de mi padre, desde que mi alma de niña se quedó prendida de los castillos de Laymi Machu, cuyo sombrero hizo volar el rayo de un manotazo. Siempre he sido la oyente interesada en las cocinas donde, entre trozos de charki o p’ukus de mote con queso, me alimentaban también con mitos y leyendas las señoras cocineras. Hasta ahora sigo aprendiendo de los que saben de la tierra, del agua, del cielo y las estrellas. Más que producto de las aulas lo soy de los saberes, así les llaman hoy, de la gente de los pueblos y últimamente de los khipukamayoq que escribían y leían en cuerdas y nudos de pabilos.

Mi colección es pequeña, la principal, unas seiscientas piezas la compró el Banco Central de Reserva y la Occidental para el Museo de Historia de la Cultura. Ambas instituciones me ayudaron a grabar documentales de dos minutos, cada uno, para mostrar a los estadounidenses que el Perú no era ese país bárbaro, de la revuelta de la prisión del Sexto, que enviaron algunos canales de televisión.

La máquina de escribir Olivetti, donde está la huella de mis manos sobre el metal, ha participado durante largos años de este afán de mostrar un país extraordinario. de gentes trabajadoras y generosas. No se trata de una invención ni es una utopía. Yo me encargo de ver un lado con espíritu positivo; el otro, que también es verdadero lo hacen periodistas, escritores, fotógrafos y cineastas, mejor que yo.

No dejen de ir a Riva Aguero, al Museo de Artes y Tradiciones que dirige Luis Repetto a quien agradezco su gentileza. La muestra estará hasta el 15 de octubre. 



MANJARES DE LOS RUNAS

En el siglo XVI, cuando arribaron los españoles, encontraron una cocina multicolor, nutriente y nutrida.
Para ellos, que estaban acostumbrados sólo a las carnes rojas, el trigo, las lentejas, las arvejas, las habas y el arroz, esa diversidad de platos resultó alucinante. Ignoraban de qué plantas y animales provenían esos manjares,  cómo se preparaban y comían. Les pareció una locura para los estómagos de soldados acostumbrados a magras raciones. Y los “titulados” que llegarían luego, extrañaran los jamones, los embutidos, los palominos y las exquisiteces de la comida árabe. Recordemos los ocho siglos en que los “moros” dominaron a la península ibérica.
La conquista española, en el rubro de los alimentos, provocó otra dura batalla: el arrinconamiento de los nuestros y la imposición de los suyos. La preocupación se puede registrar en los premios ofrecidos a quienes lograran que prendiesen sus cultivos y obtuvieron la primera cosecha de Occidente en  tierra nueva.
Mientras ponían sambenitos al maíz, como grano maldito que ─supuestamente─ contagiaba la sífilis, el trigo era ─también supuestamente─ bendito, porque en la misa se convertía en “cuerpo de Dios”. La papa pasó a ser solamente digna de los cerdos y los presos de sus cárceles. Ni qué decir de la yuka, la oka o la kinua: no las conocieron en ese entonces. Ni al tomate, que iría a sazonar sus tallarines…
El primer fruto español en crecer y madurar fue una granada que pasearon en procesión, por la Plaza de Armas de Lima. El dichoso dueño del huerto recibió felicitación desde España y la asignación de una presea valiosa que incentivaría a los demás. La idea no era sólo trasladar lo que tenían y conocían, sino también aprovechar la tierra fértil del territorio conquistado, donde sus cultivos se expandieron poco a poco, hasta asentarse en nuestras ocho regiones y 84 pisos ecológicos.

Cinco siglos después tenemos una cocina no sólo occidental, sino también asiática y de cuanta gente llegó de otras partes para instalarse atraída por la belleza de los diferentes lugares y las oportunidades para formar una familia y crear industrias y otras empresas que generan ingresos y ayudan a tener una economía floreciente.
Este panorama alimentario que muy bien manejado daría lugar al “boom” gastronómico de hoy. Los potajes desplegados en los inmensos comedores de la feria gastronómica Mistura evidencian cinco siglos y una década de mezclas y creaciones; las novedades fusionadas de uno y otro lado de dos  océanos gratifican los amantes del buen comer.

Hemos incorporado los ingredientes de fuera a los nuestros, para forjar una suculenta mesa, muy peruana en el mejor de los sentidos. Pero siempre hay algo que queda  al margen.
En el recorrido gastronómico se olvida algo esencial: los alimentos nativos sobrevivientes y los potajes con   milenarias raíces: Por ejemplo, el yaku chupe, el puré de tarwi, el postre de tokosh y así muchos a ojo de buen cubero, teniendo en cuenta que tenemos miles de pueblos y sazones. Se comienza a buscar y, sin necesidad de lupa, sale a la luz hasta un gusano como el suri amazónico, que es un sibarita autoalimentado por una palmera especial. El Amauta Javier Pulgar Vidal sabía apreciar un rico chicharrón de suri, enviado por sus familiares y amigos desde las junglas de Huánuco. Hasta la grasa rezagada en el plato, como una mantequilla, era un aliño apreciado en galletas para quienes llegaban atrasados a su convite.
Haciendo una ligera memoria sólo en lawas ─así se nombran a las sopas en el Perú profundo, lo más lejos de las ciudades─ las hay de maíz, de zapallo, de calabaza y de qoe o kuye. Es  un pequeño muestrario.
Ahora que se les ha dado por “marquetear” la carne de alpaka tan dulce, tan bella y de ojos muy tiernos─ cabe recordar que los criadores altoandinos de este camélido nativo dan un sinnúmero de usos a la chalona o carne seca, preparada con templanza para hacerla durar el mayor tiempo posible.
En peces está recobrando su categoría la anchoveta, que años atrás fue un “boom” transformada en harina para alimentar chanchos, cuando en Caral era el alimento preferido de la ciudad más  antigua de América y, hasta mediados del siglo anterior, secada y tostada era un excelente fiambre o refrigerio en las grandes faenas del campo.
En el lago Titiqaqa y en muchas lagunas de los Andes, la  trucha se ha comido a casi todos los peces nativos pequeños. Felizmente, en las nacientes de los ríos el suche ─festín prehispánico que llegó a ser disfrutado hasta el siglo XX, frito, entomatado o al horno─ ha regresado de puro milagro, tras de sobrevivir escondido donde no pudiera llegar la trucha.
Los antiguos peruanos sabían comer desde que eran bebés. La mazamorra morada, con el toque a santidad que recibe en cada octubre de milagros, es la única que ha saltado la valla en Lima. Pero hay otras riquísimas, aptas para la “papilla” de las “guaguas”, que “forman” sus estómagos y hasta resultan vigorizante para las  “mamalas” o abuelitas, como la “rubia” con chancaca, tan buena.
Las chichas que se beben en el norte, el centro y el sur son otro portento. Y no sólo de guiñapo, que es como un licor en las fiestas patronales; sino también la ñoqña para los niños, la blanca de maní, rosada de molle, y todas las terminadas en “ada”: frutillada, uvachada y muchas más, que ─incluso- les hacen competencia a las cervezas.
Me gustaría que el seviche o cebiche volviera a sus grandes tiempos, cuando la gente de mar y tierra cocían la delicada carne de los peces con tumbo verde. Nunca tuvimos los periodistas más sorpresas en una mesa de sabrosos potajes que aquella ofrecida por el Amauta Fernando Cabieses, cuando tenía el Museo de la Salud y  fue servida por su asistente Melchor, un chef inigualable antes de que Gastón Acurio soñara con entrar a una cocina para lidiar con las ollas.
Aprendimos novedades a medida que salían los platos a la mesa. Quién se hubiera imaginado que los antiguos peruanos tenían un endulzante como la penka, cuya médula “pelada” -cuando la planta lanzaba su flor al cielo- era como una delgada caña dulce. Melchor reveló que se hacía hervir y al cristalizarse dejaba una especie de miel excelente para diferentes platillos.  
Ya se han escrito kilómetros de libros sobre la comida peruana. Pero tenemos uno en espera. Estas y otras comidas y bebidas aliñadas con leyenda aguardando un editor.   
  


Alfonsina Barrionuevo

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